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No más barbas en Qaraqosh

No más barbas en Qaraqosh

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No es fácil empezar de cero. Ismail, a sus 18 años, no puede volver al colegio porque sus vecinos creen que perteneció al Estado Islámico (EI) y le tienen miedo. Pero él cortó su barba en cuanto tuvo ocasión. Como cristiano, no quería llevarla pero el grupo yihadista le obligó. También le obligó a hacer otras cosas.

Bartela y Qaraqosh, las dos mayores ciudades cristianas de Irak, están en reconstrucción. Sólo la mitad de la población, 250.000 familias de las 500.000 que hubo antes del 2014, se ha atrevido a volver de los campamentos de refugiados en Irbil, la capital del Kurdistán iraquí. La vuelta ha sido impulsada por la esperanza que despierta la llegada de los curas y monjas. La cruz, como símbolo de victoria, se ha vuelto a imponer en estas ciudades, y las iglesias y catedrales están siendo los primeros edificios en volver a ponerse en pie. “Después de que el EI destrozara todas las cruces, tenemos que reconstruir la base de nuestra sociedad en la fe”, explica sor Lika, una dominica que no ha perdido la sonrisa después de todo lo ocurrido.

“Muchos musulmanes se han vuelto ateos, después de este horror han dejado de creer”, afirma una profesora cristiana de la Universidad de Mosul. Durante la ocupación del Estado Islámico, la universidad estuvo cerrada por impartir asignaturas vinculadas a las ciencias y las artes; ahora, con la nueva apertura, cristianos y musulmanes intentan convivir en las aulas. No es fácil: diez de los treinta profesores son cristianos, mientras que el 90% de los alumnos son musulmanes. “Algún alumno ha querido que parásemos la clase porque era la hora del rezo, pero hay que mantenerse firme para que un centro de enseñanza sea igual para todos”, insiste la profesora.

Los niños son los que más sufren, aunque no lo expliquen con palabras. Cada vez hay más colegios privados porque el Gobierno iraquí no imparte una educación de calidad, denuncia Al Ijaa, directora de uno de los nuevos colegios en Qaraqosh. En secundaria imparten la lección hasta segundo curso, ya que la casa alquilada sólo tiene espacio para cuatro clases de unas 15 chicas (el Estado impide los colegios mixtos en secundaria). Cuanto más pequeños, más problemas psicológicos y de comportamiento tienen los menores, cuentan los cuidadores. Estos observan que son más violentos y que el trastorno post-traumático se ha apoderado de muchos, que se han refugiado en su interior. “Al principio nos costaba mucho que los niños se montaran en el autobús escolar porque tenían miedo de que el EI se los llevara” explican los profesores.

Fue en un autobús donde se llevaron a la pequeña Cristina, de cuatro años, de las manos de su madre, Aida. “Nos la das o la matamos ahora mismo”, sentenció un yihadista. Sus hermanos ya se habían marchado de la ciudad, los padres con la más pequeña fueron los últimos en abandonar la casa. Durante cuatro años, Cristina fue educada para satisfacer los deseos sexuales de los altos mandatarios del EI. Por suerte, antes de que pudieran hacerle nada, el ejército iraquí la liberó. Cuando volvió a casa, su madre no la reconocía pero Cristina seguía conservando el mismo juguete que llevaba cuando la raptaron y Aida supo que era ella. Ahora, después de meses teniendo pesadillas, parece que empieza de nuevo, aunque no sea fácil. Resulta raro ver a una niña de ocho años tan servicial, siempre la primera en traer la bandeja de té o en ofrecer pastas a los invitados.

El miedo aún es palpable en estas ciudades videovigiladas y con agentes armados que custodian los colegios cristianos en barrios predominantemente musulmanes. Estos sistemas de seguridad no son financiados por el Gobierno iraquí, como tampoco la reconstrucción de las casas. “Hay oenegés y organizaciones cristianas como el SIT (Solidaridad Internacional Trinitaria) que nos están ayudando en la reconstrucción, pero el Gobierno no mueve ni un dedo por nosotros”, explica un vendedor mientras atiende a una mujer en su comercio.

No son pocos los que consideran que con Sadam Husein había más libertades y seguridad. A pesar de la guerra contra Irán de los años ochenta, los cristianos vivían mejor, o eso piensa Serifa, que con sus aproximados 90 años vivió aquella época: “Los bombardeos eran lejos, no encima de nuestras casas y colegios”. Para ella, los saqueos y los robos del Estado Islámico han sido lo que más inseguridad ha causado a la población. “Entraban en nuestras casas y cogían lo que querían”.

Enfermos como Talal, que padece cáncer, tienen dificultades para acceder a los medicamentos porque los hospitales no tienen casi suministros, pues la fábrica de Mosul fue destruida por el Estado Islámico y la importación que puede llegar de países como Irán y Turquía sale cara.

“El Gobierno dice que los cristianos somos invitados, pero la historia dice que ellos son los invitados”, afirma Adbi, el arquitecto que está reconstruyendo el santuario de Behnam y Sara, una de las más importantes por su antigüedad y belleza. Abdi destaca que el monasterio, situado en la llanura de Nínive, data del siglo IV y, según él, eso es una prueba histórica de que los cristianos llevan mucho tiempo en las tierras de la antigua Mesopotamia, mucho antes de la invasión árabe.

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Los cristianos intentan encontrar su hueco dentro de la sociedad iraquí. Es el caso de Habib, quien después de luchar año y medio junto al ejército kurdo contra el EI, trabaja hoy de taxista con una furgoneta. Andu se queja de que no encuentra trabajo a pesar de haber terminado sus estudios; mientras tanto, gracias al inglés, trabaja como traductor para los extranjeros que aterrizan en Qaraqosh.

Otros, como Ismail, están condenados a la desconfianza. “No tengo trabajo pero tampoco puedo volver al colegio”, afirma con una impasibilidad asombrosa en la mirada. Estuvo dos años y medio con el EI. Los yihadistas pararon la furgoneta en la que huía de la ciudad con su madre. Bajaron a los cristianos y les pusieron una pistola en la cabeza. “Tienes media hora para decidir si te conviertes al islam”, le dijeron. A un señor que se negó, le pegaron un tiro ahí mismo. Ismail eligió la vida. Se convirtió y los yihadistas se lo llevaron. Recibió una formación religiosa, académica y militar que ahora no le sirve para nada. Se negó a casarse con una musulmana y logró escaparse al tercer intento. Buscó a su madre y huyeron. Ismail estaba convencido que sólo en territorio controlado por el ejército iraquí estaría a salvo, así que fueron directos al campo de batalla, en Mosul. Después de tres días encerrados en una casa por los tiroteos y explosiones, se cortó la barba y salieron con banderas blancas.

El futuro de los cristianos en Irak es incierto. “El Estado Islámico está en todas partes”, dice una mujer vendida como esclava que no quiere revelar su identidad. La vuelta de estas personas a sus hogares es un acto de valentía, porque lo hacen a pesar del miedo. “Aún hay coches bomba que explotan porque los dejaron ahí abandonados”, explica.

El arte se ha convertido en una escapatoria y una forma de reflejar lo que muchos de ellos callan pero han vivido. En las escuelas, los niños más pequeños dibujan cuerpos rojos, armas que disparan y casas ardiendo. Ismail ha optado por hacer retratos de las personas que más quiere y de sus personajes de referencia, incluidos Goku y Jesús. En cuanto a la barba, lo tiene claro: nunca más la dejará crecer. 

Para La Vanguardia

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